Cada vez que escucho esto me pongo a temblar. Y de manera real. Es realmente miedo, miedo del que paraliza, del de verdad. De ese que te hiela la sangre en las venas y hace que te recorra un escalofrío de inseguridad por “toa” la espalda.
Miedo del que te hace zamparte una caja de galletas sin pestañear,
abrir una botellica de Pino Doncel un martes por la noche o pedir sushi con un
montón de wasabi del que te abre los bronquios con la eficacia de un ventolín
sin caducar.
Ese miedo que nos da de vez en cuando, y no de forma aleatoria,
sino más o menos cada tres semanas y media, como un clavo. Como el que espera
una angustiosa tempestad que sabes que se va a producir, hagas lo que hagas.
Sí mujeres, hablo de esos días. De “nuestros días”. Y no son de
vino y rosas, sino de sangre, sudor y lágrimas literalmente.
Os pongo en contexto:
Hace unos días escuché a una mujer hablar de este “problema” en
una conferencia dada por una famosa Escuela de Negocios. Lanzó la pregunta, así
como si nada, sin la vergüenza que debería darle, dándole visibilidad al
elefante rosa.
Su pregunta era fría, punzante y delgada como un alfiler: ¿Cómo
puedo actuar como un hombre, de manera lineal, sin los altibajos emocionales ni
los sentimientos cambiantes que nos produce nuestra naturaleza de diosas de la
fertilidad?
Por supuesto, al principio hubo risas, caras torcidas de vergüenza
ajena y ganas de meterse debajo de la butaca, pero su argumento era
incuestionable para más del 50% del aforo de la sala, que poco a poco empezó a
recobrar la cordura tras el shock inicial.
Exponía, no sin razón, que nuestros mayores conflictos en el
ámbito laboral y personal se dan justo en “esos días”, en los que todo nos da
miedo, en los que nos tiraríamos por la ventana más cercana sin dudarlo, y
pedía ayuda al ponente masculino con cierto tono victimista que este supo leer
entre líneas, quizá esperando dejarlo en evidencia, pero el orador no quiso
dejarse intimidar (aunque casi lo hizo).
Su socorrida respuesta fue del palo de: “Las mujeres podéis
hacerlo todo y a veces mejor que los hombres”, esto fue lo primero que dijo,
que nunca nos creemos, y por ahí intentó darle forma a su argumento.
Por educación desfasada, o quizá transgeneracional, las mujeres
tenemos tendencia a sentirnos de segunda categoría, el sexo débil, el
complemento a la estandarización masculina del mundo. Se trata de un problema
real, tan real como la doble X en nuestro par veintitrés de cromosomas. Y
nuestro miedo real que nos da una docena de veces al año (con suerte) no ayuda
a demoler esta creencia.
La aplastaste realidad sitúa la presencia masculina en puestos de
dirección en más de un 70% y nos preguntamos si esto se debe a la falta de
control de nuestras emociones en situaciones de alta competitividad. Nos lo
preguntamos realmente, no es trivial para nosotras, la cuestión está ahí
conviviendo con nosotras como la mascarilla capilar.
Nos incomoda hablar del tema tanto como a ellos, quizá por nuestra
tendencia siempre a agradar y no molestar con nuestras tonterías, o eso nos
decimos, mal engañándonos y tapando el problema como cuando sonríes, pero en
realidad de lo que tienes ganas es de llorar.
Somos diferentes y hay que decirlo, el movimiento de igualdad o el
feminismo es totalmente artificial, ya que buscamos resultados iguales cuando
no lo somos. Otra cosa es la discriminación femenina, no confundamos. Siempre
he defendido que somos complementarios, ni mejores ni peores, sino el necesario
opuesto para que exista el otro, como la noche y el día.
A lo que tenemos que llegar, queridas damas, es a reivindicar
nuestra femineidad, nuestra manera de hacer las cosas y de caminar por el mundo
en tacones conviviendo y haciendo equipo con la otra parte del mundo, sin que
parezca una amenaza, pero tampoco haciéndonos de menos.
No tenemos ni más ni menos capacidades, pero sí distintas formas
de gestionar nuestra cabeza y eso es lo que marca la diferencia y debemos poner
en valor. Vencer la sensación constante de inferioridad acumulada durante muchas
generaciones que hacen creer a la mujer que es menos y, por tanto, nuestros
resultados también son menos.
En el momento que dejemos de victimizarnos y simplemente nos
valoremos por lo que somos, capaces de vernos a nosotras mismas como
absolutamente preparadas para lo que sea (por esto es tan necesario el
empoderamiento), nuestros resultados cambiarán de forma natural, porque así
será, porque ya no estaremos distraídas en buscar excusas, nos creeremos de
verdad que podemos hacerlo todo.
Feliz
camino :)
Ingeniera en Telemática.
Docente de Formación Profesional.
Especialista en Comunicación
y Marketing Digital.
Twitter: @LauraGarcia_IT
LinkedIn: Laura García
Sánchez
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